El Cine como forma expresiva y estética

martes, 12 de febrero de 2008

De cómo docenas de personas aplaudieron al agente 007

Por "Arch"

Esta es la crónica de un contacto precoz con el cine de acción y la posterior reflexión:

“La vez que más disfruté en una sala de cine fue viendo ‘Goldeneye’. Corrían los últimos días de 1995 y yo tenía once años. Estaba en el piso de mis tíos, mirando cómo una marea de viento y lluvia barría Ferrol. Deseaba con todas mis fuerzas ver aquella película. Evocaba tardes infantiles jugando a deslizarse por detrás de los sillones para espiar a los mayores, escenas de acción en el televisor, mundos lejanos... Casi no pensaba en otra cosa. Había caído la noche y un contenedor avanzaba calle abajo empujado por la ventisca. Le pregunté a mi tío si con esa tormenta podría ir al cine. ‘Sí’, contestó; y me dejó tranquilo.

Una hora después yo estaba sentado, solo, a oscuras, en una sala del centro.

La película empieza, como de costumbre, con 007 disparando por sorpresa a la cámara-cañón de pistola, que queda nublada por un telón de sangre. Pierce Brosnan-James Bond corre por el canto de una presa gigantesca, coloca un arnés a su bota y otro a la barandilla, donde sube, toma aire en posición de ángel y salta al vacío. Todo en cuestión de segundos. Su diminuta figura desciende veloz, a pocos palmos del liso cemento. Minutos después, Bond está en una base militar soviética: ha presenciado la muerte de un agente amigo y colocado cargas explosivas en una almacén de gas. Los malos le disparan y Bond huye con ingenio; sale a una pista de aterrizaje nevada, en la cumbre de una montaña, corre. Las balas zumban y rebotan a su alrededor. Bond entra en una avioneta que se dirige al precipicio, noquea al piloto y cae con él otra vez a tierra, rodando por la nieve; luego consigue una moto y se lanza tras el avión. El malo manda parar a sus chicos: dejadlo, no tiene escapatoria. Bond desaparece en el horizonte. La avioneta cae por el borde de la montaña y se dirige en picado hacia los afilados peñascos del fondo. Justo a continuación, la figurita negra salta por el precipicio, suelta la moto y vuela con los brazos pegados al cuerpo. El avión cae vertical y Bond se acerca por detrás como una bala en el aire, se agarra a la cabina, entra, toma el joystick con las dos manos y tira con fuerza; aprieta los dientes, su pulso tiembla por el esfuerzo y ríos de sudor le bajan por la cara. La avioneta va corrigiendo la posición, poco a poco... Segundos después, la vemos remontar el vuelo sobre las agrestes montañas; la base militar explota y el aparato sobrevuela las llamas con elegancia.

El cine rompe en aplausos. Alaridos de admiración se levantan por toda la sala.

Comienza la música.”

Así fue como la saga volvió, en sus esquemas, por todo lo alto. El personaje reaparece con una introducción espectacular y clásica, ambientada en los últimos años de la Unión Soviética. Es agresiva, sencilla, una aventura de espías pura y directa, y con la carga simbólica de un mito en plena resurrección: la cámara no desvela la cara del héroe en las primeras tomas, la mantiene fuera de plano o en la oscuridad, reservándola hasta los pasillos de la base militar. Los créditos, muy característicos de la serie, marcan la transición de la primera escena al desarrollo argumental con algo de historia: mujeres de largas piernas destrozan a martillazos estatuas gigantescas de Lenin y Stalin, con hoces y martillos de piedra volando en pedazos sobre un fondo incendiado. Los tiempos cambian... Y vemos a un 007 muy en línea con la caída del muro: ya no odia a los rusos; es más, Londres y Moscú colaboran para neutralizar los planes de un general rebelde que, eso sí, cumple el papel de sádico con ansias de dominar el mundo, como es natural en todas las películas. Brosnan no fuma, apenas bebe, recibe alguna bofetada femenina de vez en cuando y ha recuperado un poco la seriedad perdida por Roger Moore. Pero la idiosincrasia de Bond sigue siendo la misma: es un galán sibarita, frío, flemático, promiscuo y sin nada que perder, un modelo de masculinidad al que ya le pesan las décadas.

Con gran sencillez, la película sigue paso a paso el Decálogo de Goebbels (ver “El cine y la manipulación política”, en este mismo blog):

Simplificación y enemigo único: en efecto, Bond se enfrenta a psicópatas sedientos de poder. Contagio, Transposición, Exageración y Desfiguración: el malo es tan malo que nadie puede estar de su parte y, cuando Bond lo ejecuta a sangre fría, los espectadores, aun estando en contra del terrorismo de Estado y la pena de muerte, no podemos evitar sentir satisfacción. Vulgarización: hombres y mujeres, viejos y jóvenes, niños, cinéfilos, camareros, estudiantes, médicos y recepcionistas aplaudimos en aquel cine. Orquestación: llega hasta tal punto que todos sabemos de memoria cómo se desarrolla cualquier película de James Bond. Renovación: sin embargo, a pesar de conocer al detalle los mecanismos que trabajan en ellas, acudimos en masa a ver las aventuras de 007. Verosimilitud, Discreción, Transfusión y Unanimidad: aunque sabemos que el cine suele exagerar, está pactado que los anglosajones se juegan el tipo para defender la democracia.

Y funciona.

También conviene destacar del personaje algo inquietante:

Nadie ignora que Bond es bastante machista, que le gusta violar las normas de tráfico, beber, ser arrogante, reírse de la gente y sobre todo matar. Asesinar para el Estado con una sonrisa en los labios. Rematar a sus víctimas con una broma fácil y luego acostarse con sus mujeres. Quizás esa falta de moral sea otro aliciente, porque, más allá de que cada dos o tres otoños 007 frustre los planes de megalómanos terroristas, da la impresión de que no actúa por amor a la justicia ni nada parecido, sino por placer, por adicción al peligro. A lo mejor ese punto nihilista resulta un gancho tan atractivo como la sucesión de explosiones y tías buenas, y refuerza la identificación con el héroe, estableciendo con el público un vínculo algo malsano. Como el empleado humillado que sueña con darle una paliza al jefe y verle suplicar. Como quien se imagina siendo aplaudido por multitudes. Bond es una pequeña vía de escape hacia esos rincones; o ¿por qué no ver cualquier otra película para entretenernos? ¿por qué no abuchear al asesino en lugar de aplaudirlo? Porque durante una hora y media, la violencia o la venganza pueden sentar bien si se venden correctamente.

Fuera de la película, merece reseñar la ofensiva comercial; indudablemente, Bond no podía regresar sin una atención extrema por parte de la industria. Los productores se jugaban mucho devolviéndole vigencia al personaje en tiempos inciertos (sobre todo tras el soso Timothy Dalton). “Goldeneye” debía llegar con el terreno bien preparado, así que vallas publicitarias, trailers y reportajes a todo color para diversos medios avalaron el retorno. Dinero había, desde luego: Bond viste de Armani, utiliza un reloj Omega, conduce un BMW y habla por el último Nokia; como apunta E. Galeano, se trata de un “héroe globalizado”.

Para acabar: ¿qué opinan de todo esto los auténticos Bond?

Hace unos años, los productores querían rodar una escena en el cuartel general del MI6 (Military Intelligence department 6, también conocido como “la Firma”), a lo que Downing Street puso reticencias. Fue el ministro de Exteriores de la época, Robin Cook, quien zanjó el asunto con desenfado: “Si James Bond ha hecho tanto por nuestro Gobierno”, dijo, “nuestro Gobierno no va a perder nada haciendo algo por el señor Bond”.

Más claro, imposible. La mismísima Foreign Office reconoce la talla de 007 como propagandista. Una ayuda muy apreciada; no en vano, Reino Unido inició en 2006 una gran campaña de reclutamiento para el MI6: todo empezó con un anuncio en el “Times” donde se solicitaban ciudadanos británicos licenciados, interesados en otras culturas y con gran poder de persuasión. Parte del anuncio decía así: “Quienes comiencen a trabajar para el Servicio de Inteligencia (...) podrán tener la certeza de que será una carrera estimulante y gratificante que, como la de Bond, será en el servicio de su país”. En 2007 el Gobierno extendió la campaña a radio y televisión, con agentes secretos auténticos explicando, con voz distorsionada, lo emocionante que es ser espía.

El Estado le echó un cable a Míster Bond (creado, como es sabido, por un ex miembro de la Firma).

Y así fue como la escena que inaugura “El mañana nunca muere” pudo rodarse en el edificio Vauxhall Cross de Londres, sede del servicio secreto británico.

En otro gesto de simpatía, el C (espía jefe) de aquel entonces, David Spedding, invitó a Judi Dench (M, su alterego en la ficción) a la cena navideña del MI6. Los espías, desconfiados o probablemente orgullosos de andar rodeándose de misterio, no permitieron que la actriz fuese al evento en su coche particular; irónicamente, el chofer fletado por el flamante servicio secreto británico no encontró a tiempo la casa de Dench, y ésta llegó a la cena cuarenta y cinco minutos tarde.

jueves, 7 de febrero de 2008

Vertov sigue vivo: Se ofrecen actores pobres para hacer de pobres.

Leo en BBC Mundo que un tal Julio Arrieta ha creado una escuela de teatro y una agencia de actores en el barrio porteño de Barracas:
"Creemos que está mal que contraten a un rubio, a una persona que nunca pasó necesidades, para hacer de pobre. Me parece que nosotros somos más auténticos. Sabemos perfectamente cómo es la sensación de tener todos los caminos cerrados". (...) "Ofrecemos también la villa como un set de filmación, hacemos el 'catering' y tenemos custodios que protegen a personas y equipos. Hay miedos lógicos, porque hay un mito de que, en barrios como éste, entrás y no salís. Pero acá la gente quiere trabajar", (...)"Tenemos gente que puede hacer de bueno o de malo, de ladrón juvenil o de marginado; mujeres gordas, flacas, viejas y jóvenes".

Pero lo más curioso es que Julio Arrieta se ha preguntado por qué no se puede hacer una película de extraterrestres... Todas las que se han hecho nos enseñan a los “marcianos” en los barrios burgueses americanos:
"Los marcianos siempre aterrizan en Estados Unidos y los defensores del mundo siempre son ellos. Yo me preguntaba por qué no había extraterrestres en una villa. ¿Acaso tienen miedo de que les robemos la billetera?"
Mucho me temo que seguirán siendo pobres y que los marcianos seguirán pasando de largo...
No obstante, la galería de actores que ofrecen y los posibles escenarios no tienen desperdicio...
Ver el blog...

Para finalizar... Si alguien sabe de un club exclusivo que ofrezca millonarios para hacer de millonarios, que me avise, porque tengo una idea para una película "dogma"...

miércoles, 6 de febrero de 2008

La soledad, Jaime Rosales, 2007

Cuando escribí la acotación a las entregas de los Goyas, no había visto la película de Jaime Rosales y únicamente me dejó perplejo que se diera los dos premios más deseados a una película de escasa resonancia en taquilla, coincidiendo con otras que habían triunfado en ese sentido y, aún en algún caso, con méritos excepcionales (“Rec”), por cuanto es difícil conseguir tanto con medios tan escasos. E imaginé que acaso en el ánimo de los académicos, a quienes debemos suponer “expertos en cinematografía”, pesara la intención de respaldar la “calidad cinematográfica” por encima de los juicios del público... Desde mi punto de vista, el problema surge al intentar definir desde esa postura la “calidad cinematográfica”, porque si algo caracteriza al cine es, precisamente, todo lo relacionado con la aceptación del público. Si una película no le gusta al público, arruinará al productor, que no afrontará una empresa afín nunca más. Desde esa premisa surge una idea de “calidad cinematográfica” impuesta desde las estructuras más obvias: para que pueda haber buen cine tiene que haber buena taquilla, sin que ello, la taquilla generosa, sea garantía de ningún tipo en asuntos de calidad.
Existen muchas películas taquilleras que, sin embargo, no podrían ser consideradas “buenas películas”, sino buenos “productos de entretenimiento”; ente las superproducciones, las series que apuestan casi exclusivamente por lo espectacular: “Supermán”, “Rambo”, “Spiderman”, 007, etc.; entre lo nuestro: las de Segura, que se ha convertido en “especialista” en un tipod e cine sólo posible en España, “Mortadelo y Filemón”, etc. Conseguido el éxito popular, la película deberá recabar aceptación general de los sectores especializados... Cuando eso suceda, podremos suponer que nos encontramos ante una película destacada y, tal vez, ante una obra maestra.
Y aunque, como es obvio, la unanimidad de juicios es imposible, creo que la fórmula para catalogar una película por este camino está bastante clara, sobre todo, frente a lo que supone el otro: ceder el juicio a los especialistas olvidando el reconocimiento general.
Los aficionados al cine estamos hasta el gorro de leer o escuchar críticas “súper-positivas”, que no se corresponden con la más estricta realidad de la película en cuestión, sencillamente porque sólo los críticos "no condicionados" pueden expresar juicios honestos y en los ámbitos de mayor proyección social es prácticamente imposible mantener la independencia necesaria; de hecho, desde hace muchos años, la “crítica especializada” de los grandes medios de comunicación está funcionando como simple amplificador publicitario. Y en ese ambiente es muy peligroso deducir que una película bien recibida por la crítica especializada es “buena”; de hecho, creo que somos muchos los que “sabemos” (creemos saber) que ciertos juicios no significan nada; y entre ellos, los más desprestigiados son, precisamente, los de la Academia española, que lleva a sus espaldas un enorme saco de mierda, que no deseo remover ahora.
Que no se puede dejar desprotegida la industria cinematográfica española... ¡Claro que no! Pero empléense fórmulas más realistas, que no fomenten los vicios indeseables conocidos por todos: taquillas falsas, enredos de producción, derechos de televisión enrevesados, etc. Y para ello, nada mejor que no poner en oposición el éxito popular con la calidad salvo en los casos particularmente obvios...
Acaso ayudara crear dos categorías nuevas, acordes con las pretensiones de todos:
-Mejor película espectáculo, para lo más obvio.
-Mejor película de “arte y ensayo”, para películas como “La soledad”. Si no gusta lo de “arte y ensayo” por las connotaciones que encierra, seguro que a alguien se le ocurre un término más apropiado como cine de “indagación estética” u otro más explícito: “subvcine” o “cine subvencionado”.
En un momento como el actual, en el que cada vez son más numerosos los directores españoles que hacen “buen cine” y además “cine taquillero”, es absurdo que, sin haber definido esta última categoría, se pretenda mantener artificialmente un sector atrincherado en la casa de los tres cerditos, por muy numeroso que sea; seguramente sería más positivo crear salas “alternativas” que rompieran el monopolio de la exhibición y la distribución. No obstante, quede también clara mi opinión positiva sobre el apoyo a la actividad creativa: si se creara esta categoría (la del cine de “indagación estética”), sería lógico mantenerla mediante subvenciones, por supuesto, siempre que se garantizara cierta ecuanimidad y se combatieran los fenómenos endogámicos al uso... Sí, ya sé que es difícil, pero ya es hora de que ciertos "especialistas" comiencen a justificar el sueldo...


Hecho este amplio preámbulo, quedaría afrontar la película en cuestión... Y creo que no voy a decir casi nada original... Lo más positivo de La soledad es, a mi juicio, la fotografía; lo más negativo, el ritmo narrativo... Existen muchas magníficas películas de ritmo “lento”; ahí está, por ejemplo el cine de Kurosawa o el Ozu, incluso, el de Tarkovsky o Bergman... Pero para que una película de ritmo narrativo lento sea “buena” (siempre a mi juicio, sobreentendiendo cierto éxito de público) es fundamental que el resto de los elementos morfológicos sean excepcionales: que la fotografía sea magnífica, que el guión sea vivaz y esté bien trabado...
Por desgracia, la fotografía de “La soledad” está demasiado condicionada por la aparente intención de ofrecer un “retrato frio” de la situación de los personajes y, con ello, la imagen pierde muchas posibilidades de activar la mente del espectador, que acude al cine con unas expectativas muy condicionadas por el funcionamiento del sistema visual y por la experiencia acumulada por la experiencia visual inmediata.
A estas alturas, reivindicar el “estilo” cinematográfico de Yasujiro Ozu, clavando el “cangrejo” al suelo y otorgando gran relevancia al ambiente arquitectónico interior, y dividir la pantalla, puede tener cierta gracia formal, pero de cara al público en general, me parece sumamente arriesgado, porque las personas de hoy no conciben el cine como lo concebían los japoneses en el segundo tercio del siglo XX.

En todo caso, es de agradecer el intento de ofrecer una película singular, que seguramente tendría mejor aceptación en otros ambientes profesionales. Me han interesado especialmente, la calculada sencillez de las composiciones, la contraposición de puntos de vista (la yuxtaposición entre frontalidad y perfil) y la sutil dosificación de la luz en algunas partes de la película (antes del bombazo y parte final), los “juegos gestálticos” entre la casa que aparece en los primeros planos y el hospital...
Atendiendo a las pretensiones narrativas descritas por el propio director, Luis Rosales comete “errores” comparables a los de Ken Loach (aunque las intenciones de ambos muy diferentes). Reaparece el debate entre Eisenstein y Vertov sobre la “realidad cinematográfica”... La “frialdad visual” no proporciona al espectador mayor grado de “realismo”, sencillamente, le aburre y, en consecuencia, pierde potencial expresivo...


Del mismo modo y tal vez, por las mismas razones, el guión es demasiado flojo y la capacidad sugerente de las imágenes no compensa las carencias en aquel sentido.
Las interpretaciones son irregulares; algunos personajes resultan demasiado chirriantes, acaso por la excelencia de otros...

También he detectado algún problema menor en la sincronización luminosa de las diversas tomas que componen las secuencias...
Sintetizando... "La soledad" acaso sea un buen “docudrama”, tal vez, una obra de arte en formato cinematográfico, pero, tal y como yo entiendo el cine, es sencillamente una película mediocre. En ese sentido, me recuerda mucho el cine de Víctor Erice... Estas películas parecen destinadas a ser proyectadas en los salones de actos de los museos de arte moderno, donde muy probablemente, recabarán magníficas críticas; quienes se extasían con Tarkovsky, quienes disfrutan con el último Bergman, quienes experimentan orgasmos con Antonioni, se lo pasarán de miedo con "La soledad". Pero los demás...

Enérgico tirón de orejas a los académicos que han premiado una película que, en su argumento medular, sintoniza con la estrategia deprimente del PP... Ahora comprendo por qué Jaime Rosales mencionó a “El ladrón de bicicletas”...

El cine y la manipulación política






Cuestiones generales
La “manipulación” es inherente al hecho cinematográfico, como lo es a cualquier otro fenómeno comunicativo, sencillamente porque está en la naturaleza de su propia operatividad: el director, valiéndose de lo que es específico al hecho cinematográfico (imágenes y sonido), deberá “manipular” al espectador para entretenerle, ofrecerle una propuesta reflexiva, transmitirle miedo... lo que sea. Y por cuanto esa manipulación debe apoyarse en elementos de fácil comprensión, acercarse a lo más obvio, a lo que rige sobre las circunstancias sociales más elementales, casi podríamos decir que es camino obligado acercarse al hecho político.
Es difícil encontrar películas que no contengan algún elemento que nos remita a circunstancias políticas más obvias: la política, entendida como la forma que tenemos las personas de ordenar nuestra convivencia y las relaciones con los demás. Tal vez podríamos encontrar películas “a-políticas” en ciertos ambientes surrealistas (Lynch), porque en el seno de esa corriente existen líneas muy poderosas que se enfrentan a la cosa política con extrema beligerancia (Buñuel) y aquellas otras que, por estrictas razones políticas (paradoja obvia) debían ser “apolíticas” (caso de una parte muy relevante del “cine” español de los años sesenta y setenta, férreamente controlado por la censura para que no despertara la conciencia social o política del espectador: “Al cine se va a pasar un rato y como mucho, a manosear a la novia”, por supuesto, dentro de lo que determinaba la estrecha discreción moral de la época.
Pero fuera de casos extremos y paradójicos, lo normal es que el cine, por cuanto se ocupa de “cuestiones humanas”, deba atender, directa o indirectamente, al “factor político”. Pero es que además, si observamos que el director (o quien quiera que sea el realizador) debe crear una cierta “realidad fotográfica” que debe ser percibida por el espectador de acuerdo con sus intereses narrativos, y que, por lo tanto, debe manipular la conciencia éste, podríamos deducir que la manipulación es consustancial al lenguaje cinematográfico y, por extensión, que salvo en excepciones contadísimas, la manipulación política es consustancial al lenguaje cinematográfico, así como lo es al lenguaje de los medios de comunicación.
Hasta en los dibujos animados de la “factoría” Disney es obvia la preeminencia de los valores propios del sistema liberal-capitalista... sin necesidad de rastrearlos en episodios como aquel en el que el pato Donald peleaba contra los nazis y promocionaba la venta de bonos de guerra. Los personajes de Disney han luchado contra los japoneses, contra los nazis, contra los comunistas... pero sobre todo proyectaron a los niños que los contemplaron en sus diferentes formatos (tebeos, cine y televisión) el sistema de valores propio de la sociedad norteamericana. Y aunque las circunstancias fueron cambiando con el tiempo, aún hoy, subsiste una situación comparable con series como Los Simpson, en la que se han integrado los valores de relativismo ético de tonos conformistas propios de la posmodernidad, tal y como ésta se ha entendido en los países desarrollados.
Con muchas películas del “Oeste” ocurre otro tanto, por supuesto, en una dirección diferente. Exceptuando las del grupo “espagueti”, entre las que existe alguna de manifiesta intencionalidad política crítica (las de Sergio Leone, pero, sobre todo, “Hasta que llegó su hora”) y algunas otras de los años 60 y 70, casi todas las demás conforman un grupo muy homogéneo con un objetivo implícito común: “modelar” la historia norteamericana de acuerdo con las ideas dominantes en el momento de la realización, casi siempre, de orientación “liberal”. Seguramente, John Ford sea el director que mejor representa esa línea, pero ni el mismísimo Clint Eastwood se salva de una corriente que ha llegado a entenderse casi como un compromiso tácito: todos los directores interesados en pasar a la historia deberán pagar el tributo oportuno contribuyendo a la conformación de ese pasado que debe contribuir a conformar la identidad del grupo, por supuesto, siempre desde las ideas dominantes en cada momento.
En “La diligencia” (1939), un joven pendenciero con deudas judiciales pendientes y dotado de las cualidades de los héroes clásicos (valor, fuerza, determinación, sentido de la justicia elemental, etc.) deberá enfrentarse a una situación peligrosa para el grupo de viajeros reunidos en la diligencia, que le servirá para redimirse, junto con una joven prostituta de la que se enamorará y con la que acabará formando pareja... Es sabido que los primeros pobladores norteamericanos, por la parte inglesa, fueron delincuentes y prostitutas...
Cincuenta y tres años después, cuando Clint Eastwood realizó “Sin Perdón” (1992) recurrió a una idea muy parecida, pero profundamente “acondicionada” a las preocupaciones “feministas” del momento: un viejo asesino (adornado de virtudes comparables a las de The Ringo Kid pero de actitud manifiestamente no racista) redimirá sus pecados de juventud (mató a mujeres y niños...) vengando los ultrajes cometidos por una comunidad contra un grupo de prostitutas... En ambos casos, el recurso a las armas aparece como fórmula “necesaria” e “imprescindible” para recomponer el equilibrio entre “Bien” y “Mal”, entre lo que está “bien hecho” y lo que está “mal hecho”, según el criterio del protagonista... que es admitido sin vacilación por el “narrador”. El ejercicio de la libertad sin límites y la democracia del revólver...
Y en cierto modo, es lógico; el cine por sus propias cualidades requiere gran economía de medios y para conectar con el gran público “conviene” emplear “ideas” que estén al alcance de “todos”.

Acotaciones históricas
Sabiendo cómo “funciona” el cine, el problema no es evitar la manipulación política, sino tener clara la correspondencia entre los objetivos narrativos perseguidos (argumentales) y los medios empleados para conseguirlos, siquiera sea para evitar situaciones tan absurdas como las propiciadas por Lars von Triers en algunas de sus películas (“Dogville” y “Manderlay”), que intentando hacer una crítica radical de la cultura americana “profunda” ofreció una obra de fuertes matices reaccionarios (recuperación del Dios del Antiguo Testamento) e, incluso, fascistas (limpieza racial aplicada, incluso, a los niños). Y aunque intentó enmendarlo en “Manderlay”, acaso lo estropeara aún más...
La aparición de la intencionalidad política en el cine es casi tan vieja como la existencia del propio medio. Parece ser que la primera película con esta inclinación fue “El caso Dreyfus”, de G. Méliès, pero la quien marcó un jalón muy importante fue D.W. Griffith, que con “El Nacimiento de una Nación” (1915) defendió una idea de la nación norteamericana en sintonía con los valores del momento: la película revitalizó el Ku Klus Klan, que por entonces había perdido mucha relevancia social.
Desde entonces menudearon las películas concebidas con intencionalidad política explícita e implícita, pero el paso más relevante en ese sentido se dio en el contexto soviético, donde se decidió convertir abiertamente el cine en una herramienta activa al servicio de los nuevos intereses políticos... En esas circunstancias deben contemplarse las películas de Sergei Eisenstein, que compone un conjunto de obras que supusieron un importante paso en el desarrollo del lenguaje cinematográfico.
En la misma línea, las autoridades nazis, por mano de Goebbels también apostaron por convertir el cine en un importante instrumento propagandístico . Al margen de las películas “comerciales” de corte comparable a las realizadas en Hollywood, destacan las obras de Leni Riefenstahl, que desde el “decálogo de Goebbels” consagró un tipo de “reportaje” fortísimamente declinado en el sentido de la manipulación, tanto por vía perceptiva como mediante mecanismos estrictamente emotivos. El famoso decálogo, en realidad, aportaba muy poco a lo que ya se estaba haciendo en la industria cinematográfica para conseguir la aceptación popular y, en especial, para realizar películas que sintonizaran con las preocupaciones más elementales del público, aquellas que condicionan la decisión de pagar por una entrada. De hecho, las primeras observaciones del “decálogo” se podrían rastrear en el cine de Einsenstein y, por supuesto, en los procedimientos de manipulación informativa anteriores y posteriores:
1. Principio de simplificación y del enemigo único. Adoptar una única idea, un único símbolo, individualizar al adversario en un único enemigo, es una magnífica estrategia para facilitar la proyección (sublimación) del espectador sobre el personaje o los personajes protagonistas de una película o de una situación “informativa” predeterminada.
2. Principio del contagio. Para activar la actitud emotiva del público (espectadores) en la dirección oportuna, interesa agrupar a los “adversarios” en una única categoría.
3. Principio de la transposición. Facilitar la sublimación cargando sobre el elemento “negativo” el adversario (o “malo” en la película) los propios errores o defectos, respondiendo el ataque con el ataque. "Si no puedes negar las noticias inconvenientes, inventa otras para distraer la atención”.
4. Principio de la exageración y desfiguración. Conviene matizar las anécdotas, por leves que sean, en amenazas graves.
5. Principio de la vulgarización. La propaganda debe adaptarse al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida. Cuanto mayor sea la masa a convencer, menor ha de ser el esfuerzo mental necesario para entenderlo. Según Goebbels, la capacidad receptiva de las masas es limitada y su comprensión escasa; además, tienen gran facilidad para olvidar.
6. Principio de orquestación. La propaganda centrarse en pocas ideas, que se repetirán incansablemente, presentándolas una y otra vez desde diferentes puntos de vista, pero siempre alrededor de los mismos conceptos, sin ofrecer la menor duda. Es el origen de la famosa frase: "Si una mentira se repite muchas veces, acaba por convertirse en verdad."
7. Principio de renovación. Conviene proporcionar al espectador (público) “informaciones” nuevas a un ritmo tal que impida la respuesta reflexiva; para cuando el adversario responda, el público ya estará interesado en otras “noticias”. Las respuestas del adversario nunca han de poder contrarrestar el nivel creciente de acusaciones.
8. Principio de la verosimilitud. Las “noticias” deben presentarse procediendo de diferentes fuentes, aunque sea de modo fragmentario.
9. Principio de la discreción. Conviene silenciar los asuntos difíciles de argumentar y disimular las noticias que favorecen el adversario, contraprogramando con la ayuda de medios de comunicación afines.
10. Principio de la transfusión. Por regla general, la propaganda opera siempre a partir de un sustrato preexistente, ya sea una mitología nacional o un complejo de odios y prejuicios tradicionales. Conviene difundir argumentos o ideas que sintonicen con en esos sustratos.
11. Principio de la unanimidad. Es importante convencer a mucha gente de que piensa "como todo el mundo", creando una impresión (aunque sea falsa) de unanimidad.
En otro tono, Mussolini propugnó una “renovación cultural”, cuyo sentido podemos rastrear, por ejemplo, en el Manifiesto Futurista del Cine, que preconizaba recurrir a los nuevos medios de expresión (por supuesto, el cine) y olvidar los antiguos (por supuesto los medios literarios). En sintonía con lo propugnado por los nazis, los fascistas italianos prestaron gran atención a la expansión del cine y a la construcción de las estructuras necesarias para conseguir un cine propio, que compitiera con el norteamericano. Y en ese ambiente se promocionaron películas de exaltación nacionalista que se apoyaban, sobre todo, en las gestas, bien “antiguas” (Imperio Romano), bien recientes (Abisinia o de actualidad social). Con ellas se pretendía, sobre todo, enfatizar las “ideas” convenientes al nuevo planteamiento ideológico e, indirecta o directamente, “educar” a los jóvenes en los “valores” del nuevo orden social. Para el cine español esta línea tiene enorme interés, porque será la referencia inmediata que utilizarán las primeras autoridades franquistas para confeccionar “su cine”. La película que mejor describe la situación es “Sin novedad en el Alcázar”, de Augusto Genina (1940), realizada en gran parte en Roma, que define jalón de la proximidad entre las cinematografías española e italiana durante los años cuarenta y cincuenta. Raza y, en general, el primer cine de Nieves Conde, caminaron por esa vereda...
Durante la Segunda Guerra Mundial, el cine se convirtió en un instrumento de divulgación política al servicio de los intereses “patrióticos”, con pocas diferencias entre unas cinematografías y otras; de hecho, sería fácil rastrear los puntos de Goebbels en todas las películas de esos años, tanto si fueron rodadas en Alemania como en Norteamérica o en Italia.
Una película paradigmática en ese sentido es Casablanca, sospechosamente mitificada desde sus valores “románticos”, que, sin embargo, escondía un “argumento” afín al preconizado por los halcones: Rick (el americano de pasado “difuso”) debía decidir la suerte de “todos” los europeos... (ver en este mismo blog el artículo específico)
Acabada la Segunda Guerra Mundial, con el cambio de la situación política general, también cambiaron los elementos políticos del cine, polarizados por la división de Europa en dos bloques, dirigidos, respectivamente, por los Estados Unidos y por la Unión Soviética. En el primero se afrontó con rapidez una depuración radical de las estructuras industriales, sumamente “contaminadas” por las ideas “izquierdistas” de quienes había “creído” que el cine podía ser un medio de creación cultural... La “lógica política” debió enfrentarse a una situación incompatible con la estrategia de “Guerra Fría”: una parte importante de los directores, actores y guionistas de Hollywood profesaban ideas “de izquierdas”, próximas a los planteamientos del Partido Comunista Norteamericano, y esa alineación ideológica era especialmente relevante entre los sectores de mayores inquietudes sociales y culturales, lógicamente, aquellos entre los que aparecían obras de mayor énfasis político: Rossen, Losey, Polonsky, Chaplin, Trumbo, etc. La administración norteamericana reaccionó poniendo en marcha uno de los mecanismos más vergonzosos de la historia reciente: la caza de brujas, emulando fórmulas “jurídicas” comparables a las de Torquemada...
Cuando el Comité de Actividades Antinorteamericanas acabó su “trabajo”, la industria cinematográfica quedó tan limpia como una patena de la Contrarreforma, y Hollywood volvió a hacer cine tan políticamente correcto como “La ley del silencio”, de E. Kazan, en la que se preconizaba abiertamente la delación, o como “Centauros del desierto” (John Ford, 1956), que proporcionaba otro nuevo sillar a la historia mítica norteamericana...
Anécdotas al margen, desde aquellos momentos y hasta mediados de los años sesenta, Hollywood producirá un cine homogéneo, invariablemente supeditado al reforzamiento del sistema y a la difusión del “modo de vida” americano. Sin ninguna duda, daba comienzo un fenómeno de convergencia cultural cuyas últimas consecuencias aún persisten, incardinadas en el “modelo único”. En consecuencia, proliferaron películas de estructura argumental muy parecida: el bien (adornado según los valores del sistema liberal o según el mito que se deseaba construir) se enfrenta al mal (negación de los valores tradicionales norteamericanos)... Y en el desenlace, “el bueno”, que podía ser un vaquero, un policía, un corsario o el mismísimo Cid Campeador, mataba al “malo” y se casaba con “la chica” (en todo caso, era incuestionable el triunfo del “ Bien” y la reparación del orden quebrado por “le Mal” hasta conseguir que volviera a reinar la libertad); la fidelidad a los principios del sistema capitalista (liberalismo) conducía a la satisfacción sexual.
Para desasosiego de conformistas, Frances Stonor ha documentado que estas películas no nacían, precisamente, de la voluntad libremente desarrollada por los industriales cinematográficos, sino de los centros de decisión política (La CIA y la guerra fría cultural).
En contrapartida, durante aquellos años proliferaron por doquier, sobre todo, en Europa y en los territorios dominados por Moscú, películas comparables a las de los soviets: todos los colectivos revolucionarios europeos y asiáticos coincidieron en realizar películas de fuerte sentido “didáctico” orientados a la concienciación de las masas, por supuesto, en el sentido de la estrategia de los partidos comunistas, por aquellos momentos, fuertemente cohesionados según los dictámenes de Moscú.
Por fortuna, las circunstancias cambiaron rápidamente y a mediados de los años sesenta, reaparecieron los impulsos creadores independientes, tanto en USA como en Europa. Al otro lado del Atlántico menudearon las obras críticas con el propio sistema cultural y en Europa, los cineastas fueron alejándose de los dictados uniformadores. Se abría una etapa que preludiaba los acontecimientos del 68...
Entre los jalones importantes de este proceso merecen ser destacadas: “La jauría humana”, de Arthur Penn (1966), que continuó firmando obras de manifiesto sentido crítico, “El Graduado” (1967) de Mike Nichols, que poco antes (1966)había firmado la inolvidable “¿Quién teme a Virginia Wolf?”, Stanley Kubrick, que emigrado a Inglaterra, ya ofrecía un conjunto muy significativo (“Senderos de gloria” es del 57, “Lolita”, de 1962, “Teléfono Rojo”, de 1964 y “2001” de 1968), Richard Brooks, que desarrolló una carrera interesantísima en esta línea, con películas tan extraordinarias como “A sangre fría” (1967)... Son años que contemplan un replanteamiento radical de la historia mítica norteamericana, desde concepciones más realistas e históricamente más razonables o, incluso, invirtiendo los términos, para otorgar protagonismo a los indios, convertidos de la noche a la mañana en víctimas de la voracidad de los blancos... Una de las más interesantes de este grupo es “Pequeño gran hombre”, de Arthur Penn (1970)
En paralelo adquieren cuerpo las cinematografías de Italia, Francia y Alemania, cada una condicionada por sus propias circunstancias; desde el punto de vista político, la más importante es, sin duda, la italiana, polarizada inicialmente entre los intereses del PCI y de la Democracia Cristiana; el paso de los años modificó substancialmente ese panorama porque la práctica totalidad de los creadores más relevantes apostaron por las corrientes progresistas, por lo general, matizadas según la visión personal de cada director. Fellini, Pasolini, Visconti, Bertolucci, etc. ofrecieron otras tantas maneras de afrontar el asunto político, mediante fórmulas que, en ocasiones, forzaban curiosas paradojas. Así, por ejemplo, El Evangelio según San Mateo, de Pasolini, concebida como “réplica” a la institucionalización de la figura de Cristo, fue premiada por la Iglesia... (ver artículos dedicados a “Muerte en Venecia” y “El conformista”, en este mismo blog).
La fórmula más empleada por los directores italianos para afrontar asuntos políticos pasaba por proponer reflexiones, por lo general, de tanta complejidad, que eran inaccesibles fuera de ciertos contextos de formación cultural específica. Así, por ejemplo, es difícil “entender” los matices políticos de películas como “La dolce vita” o, incluso de “Saló”, en cuyos créditos se recomendaba la lectura de algunos libros... La primera puede resultar incomprensible si no se conoce La Divina Comedia o si creeos que el profesor Steiner se llama así por casualidad...
Conociendo el funcionamiento del cine y la importancia que en él tiene el proceso perceptivo, se comprenderá la dificultad de hacer un cine de “utilidad política práctica” con referencias demasiado complejas (aunque duela, la sistematización de Goebbels sigue siendo incontestable). No obstante, casi todas las películas europeas de ese ciclo han llegado a nuestros días convertidas en obras valoradas por razones ajenas a las pretensiones de sus realizadores...
En un tono más operativo, recuperando fórmulas de Eisenstein, a partir de los años 60 también se comienzan a hacer películas mucho más directas. Uno de los directores más reconocidos es Gillo Pontecorvo que en 1965 presenta “La batalla de Argel”, rodada en blanco y negro, con actores no profesionales, emulando las fórmulas del director ruso. Cuatro años después, realizará Queimada, en un tono cinematográfico más convencional, coincidiendo con el estreno de otra película singular en el universo del cine político: “Z”, de Costa-Gravas, que configuró una de las líneas más interesantes de la segunda mitad del siglo XX. Las mejores: “Desaparecido” (1982), sobre los acontecimientos que rodearon el golpe de estado en Chile que acabó con Salvador Allende, y “Amén” (2002), que proponía una reflexión sobre la pasividad del Vaticano ante el holocausto nazi.
Durante los años posteriores —seguimos con el cine italiano—proliferaron cintas de pretensiones estéticas más limitadas, orientadas al mercado del entretenimiento, que se ocuparon de problemas políticos específicos, con frecuencia, relacionados con la mafia.
Como en tantas otras manifestaciones culturales, el fin de los sesenta marcó un importantísimo punto de inflexión en las actividades políticas de todo tipo y, por supuesto, en el cine. En 1969 Rainer Werner Fassbinder realiza su primera película importante: “El amor es más frío que la muerte”. Poco después, en 1971, coincidiendo con el estreno de “La naranja mecánica”, Ken Loach presenta ¨Family Life”, película que ofrece una explicación heterodoxa (social) de la esquizofrenia, en sintonía con las ideas formuladas desde la Escuela de Frankfurt y, en concreto, por personalidades como Habermas y Foucault (este último, en los ambientes que generarán la posmodernidad en su vertiente europea).
A partir de esos años, en toda Europa aparecieron directores que, desde fórmulas pretendidamente “realistas”, con escasas “truculencias”, ofrecían películas próximas a la idea del “documental” o, mejor, al “docu-drama”, concebidas con pretensiones de persuasión social o política, en ocasiones, demasiado obvias, y casi siempre desde posturas próximas a los partidos comunistas europeos, progresivamente alejados de Moscú. Dando un paso más en esa vertiente aparece, desde mediados de los 60 Peter Watkins, director inglés, que combina el reportaje con la ficción para conseguir películas de discutible calidad cinematográfica, pero muy eficaces desde el punto de vista de la “concienciación política”.
En Hungría, Miklos Jancso ofrece una manera muy personal de entender el cine, mediante planos largos y movimiento continuo apoyado en el zoom, con frecuencia, reflexionando sobre cuestiones de poder.
Sería imposible sintetizar en pocas líneas toda la actividad cinematográfica de orientación política que ser realizó en Europa durante los últimos cuarenta años, pero es que además, al grupo se unieron algunos directores norteamericanos y los de otras latitudes (América Latina, Japón, etc.)... Intentando la síntesis... A partir de 1970 las fórmulas de “manipulación política” se agrupan en unas pocas líneas que, de hecho, suponían, por una parte, continuar con los usos más frecuentes en el cine de entretenimiento norteamericano (reforzar los valores dominantes), asimismo, mantener los modos ortodoxos derivados de Eisenstein, de manifiesta inclinación populista (URSS, China, Cuba), y por otra, el desarrollo de fórmulas analíticas que se habían ido ensayando durante los años anteriores, perfectamente homologables a las empleadas en otras campos expresivos (narrativa, teatro, etc.).
Entre las innumerables películas del primer grupo hay que incluir los productos destinados a la televisión (series, culebrones, etc.), donde ocupan un lugar muy especial los dibujos animados que han conformado uno de los fenómenos de convergencia cultural más importantes durante los últimos años. Series como “Los Simpson”, inicialmente concebida para el público adulto, han conseguido que una generación completa tenga referencias culturales comunes, sumamente afines a las de los sectores más “liberales” (en el sentido popular del término) del partido democrático norteamericano, aquellos que delimitan los territorios de lo “políticamente correcto” en claves posmodernas.
Lo realizado con la historia mítica de los Estados Unidos ha servido de referencia para la creación de un nuevo género cinematográfico de gran éxito industrial durante los últimos años: la recreación histórica (europea) mediante argumentos que invariablemente supeditados a la “lucha por la libertad. La historia de la Humanidad se convierte en un proceso permanente de búsqueda de la libertad, por supuesto, entendida en el sentido actual del término: libertad para elegir una cierta opción política u otra, según la voluntad sagrada de cada cual. De modo y manera que, por ejemplo, en “Braveheart” (Gibson, 1995) o en casi todas las películas afines, se transforman las luchas entre señores feudales de las Islas Británicas o de cualquier otro lugar, en “revoluciones burguesas”, con matices nacionalistas, comparables a la que concluyó en la independencia Norteamericana. Los ejemplos son abundantísimos: las dedicadas al rey Arturo, las de Robin Hood, las de los cruzados, etc. Las que afrontan estos asuntos con otros presupuestos son excepcionales: “Alejandro Magno” de Oliver Stone es, posiblemente, uno de los contraejemplos más señeros, que, por cierto, fue recibido con una estruendosa salva de críticas, precisamente, por la supuesta carencia de “rigor histórico”... Y sin embargo, al margen de otras consideraciones (no me parece de gran calidad), es una película modélica en ese sentido...
Hollywood, por la voluntad de algunos directores de manifiesto sentido conservador, está reconstruyendo, de hecho, el pasado de Europa en una fase de transición hacia el modelo único actualmente en vigor...
Recientemente, desde que está en la Casa Blanca el presidente Bush, la industria norteamericana nos ha bombardeado con películas que unas veces sintonizaban con las líneas políticas del Departamento de Estado y otras con las del partido Demócrata, pero nunca sin salir del estrecho marco determinado por los intereses del Estado norteamericano. Entre los ejemplos más significativos de esta línea podemos citar “Black Hawk derribado” de Ridley Scott (2002) o “300”, de Zack Snyder (2007), ofrecida al público coincidiendo con la crisis de los USA con Irán. El guión, construido a partir de las referencias históricas antiguas sobre la batalla de las Termópilas, aparece matizado de acuerdo con la imagen negativa que los medios de comunicación vienen ofreciendo del régimen iraní: los griegos (espartanos) defienden la libertad (los valores de la cultura occidental) frente al “maligno”, al que se presenta como potencia militar con gran capacidad destructiva (potencia nuclear), con una iconografía también matizada hacia la cultura chií. Los soldados persas visten ropajes demasiado próximos a las que aún llevan quienes habitan Irán.
Por el lado contrario, encontramos una nómina relativamente amplia de directores que han afrontado las cuestiones políticas desde planteamientos ideológicos escorados hacia la izquierda. Interesa rescatar del olvido películas como “Que la fête commence”, de Bertrand Tavernier (1975) sobre la Revolución Francesa, asunto recurrente de buena parte de las reflexiones revolucionarias de la época, “Danton”, de Andrzej Wajda (1983), en línea de reflexión comparable, “Cronwell”, de Ken Hughes (1970), “El muro”, de Alan Parker (1982); “Taxi Driver”, de Matin Scorsese (1976)... Y entre lo más actual, debemos seguir mencionando a Costa-Gavras, que continúa con sus planteamientos de denuncia política, Oliver Stone (la muy discutible “Asesinos natos”, 1994), Terrence Malick ("La delgada línea roja", 1998), Brian de Pala (“Redacted”, 2007), Meirelles (“El jardinero fiel, 2005), Sam Mendes (“Jarhead”, 2005), etc. A ellos debemos sumar la pléyade de creadores que han decidido apostar por convertir el cine en un entretenimiento sustentado sobre la capacidad de reflexión y denuncia que aún tiene. Y la nómina es inabarcable: Stephen Gaghan (“Syriana”, 2005), que desarrolló una idea planteada muchos años atrás en clave de comedia por Richard Brooks (“Wrong is Right”, 1982); Andreas Wodraschke (“Los Edukadores”, 2005); Hany Abu-Assad (“Paraíso Ahora”, 2005), Michel Khleifi (“Ruta 181”, 2003), etc.

Para finalizar.
Varias son las fórmulas que ha seguido la manipulación política en el cine. Las más frecuentes:
1. Reforzamiento del sistema ideológico dominante. Es la fórmula invariante de la mayor parte del cine USA “de entretenimiento”.
2. Cine de reconstrucción histórica. Es, en realidad, una variante de los recursos que desde siempre se han empleado para modificar la historia a beneficio de la ideología dominante. Existen tantas modalidades como modelos ideológicos.
3. Cine de instrumentalización política. Es la fórmula soviética y, en general, de todos los regímenes políticos en épocas de peligro externo o interno.
4. Cine de información complementaria o aquel concebido para ofrecer otra forma de explicar una situación histórica o actual determinada. El paradigma es Costa-Gavras, pero también se han rodado películas de este tipo en casi todas las zonas en conflicto nacionalista.
5. Cine de reflexión crítica. Es la corriente más frecuente cuando no se afrontan hechos históricos o de actualidad concreta. Es la corriente donde podríamos situar las últimas películas de Fassbinder, las de Kubrick, Kurosawa, etc.
6. Cine de reflexión teórica. El mejor ejemplo de este tipo es P. P. Pasolini, que rodó varias películas de calidad cinematográfica muy discutible, pero sumamente interesantes: Uccellacci e uccellini (1966), “Porcile” (1969), "Salo" (1975), todas especialmente oscuras para quienes no estén muy bien informados sobre los debates políticos que había en la Italia de aquellos años...

lunes, 4 de febrero de 2008

La ceremonia de los Goyas del 2008. La apoteosis “descontrolada” de Alfredo Landa

Pasé la noche herido de masoquismo, por aquello de la curiosidad morbosa… No hay presentador por muy rumboso que sea capaz de animar un evento tan penoso...
Me emocionó Alfredo Landa. Dicen que estuvo espeso e incoherente… A mí me pareció justo lo contrario. Creo que don Alfredo quiso dejar muy claro que los objetivos de su agradecimiento no eran los habituales, los reiterados en el terrible rito de pasar por el aro, sino su familia; sólo su familia. Y también creo que, como corresponde a un magnífico actor, engañó a casi todos con la incoherencia aparente... Creo que sus parientes más cercanos y otros muchos entendieron perfectamente lo que allí estaba sucediendo. ¿Recuerdan ustedes a quienes no mencionó don Alfredo?
Muchos han hablado de “landismo” para calificar un cine de ciertas cualidades… haciendo recaer sobre el actor responsabilidades ajenas. ¡Imbéciles, cambiad el nombre! Y eliminar una asociación tan injusta. ¿Qué tal “cine de pandereta”? ¿O cine de calzoncillo? ¿O cine de productores franquistas? Alfredo Landa, don Alfredo Landa, "se limitó" a hacer los papeles para los que le contrataban… Al parecer “nadie” advirtió que, como actor, tenía recursos sobrados para adaptarse a cualquier papel… Lo demostró un poco tarde… Señores académicos: interpretar bien no es pasarse la vida haciendo de sí mismo, como hacen la mayor parte de los actores laureados…


El resto de la ceremonia… Lo más sorprendente: que la Academia se inclinara por una película poco taquillera... Al designar una película poco taquillera como "la mejor"... ¿Se trata de justificar una muy activa política de subvenciones? Creo que la Academia ha trazado los hilos del destino: cuando en el 2030, el gran actor de la época decida retirarse, seguramente se quedará sin palabras y hará subir a sus familiares al escenario...

Por lo demás... Alberto San Juan pidió la disolución de la Conferencia Episcopal (me imagino a la policía, en interpretación “forgiana”, diciéndoles: “¡Disuélvanse”! y me da la risa) y Jaime Rosales, en un alarde antiimperialista posmoderno, recomendó educar estéticamente a los niños con El ladrón de bicicletas y no con Walt Disney. Quedé petrificado de puro horror, que diría un “macho”. ¡Educar a los niños en los principios demócrata-cristianos de los años 40 y 50! Y luego… ¿los abonamos a la COPE? “T’as passsao, tio”. Me consuelo imaginando que si hubiera salido José Luis Garci, habría recomendado Centauros del desierto para el mismo fin y, francamente, no sé qué es peor…
Todo lo demás… perfectamente previsible. En definitiva, los Goyas del 2008 pasarán a la historia unidos a varias películas de escasa entidad, algunas muy taquilleras (ver comentarios sobre El orfanato y Rec en este mismo blog), y a la despedida de don Alfredo Landa, magnífico actor al que tocaron tiempos de penuria cinematográfica . ¡Qué buen actor, si hubiera habido buenos productores! Chapeau, don Alfredo y saludos a sus parientes...