El Cine como forma expresiva y estética

lunes, 28 de septiembre de 2009

“SPIRAL JETTY, LA PELÍCULA”, DE ROBERT SMITHSON.

Por Antonio Ferreira


… Encendí mis lascivos párpados impulsivamente cuando asomaron las primeras imágenes y sonidos del “documental”, los cuales empezaron a modelar una atmósfera peculiar. No estaba resultando un día memorable, pero me esperaba una media hora que modificó mi percepción cósmica, magnificando mis intuiciones y sensaciones. Divagué por la habitación y las pulsaciones bombearon violentamente enormes ráfagas de interés existencial. Smithson empezó a mostrarme un camino que se advertía verdadero, pero a su vez pedregoso y arduo, como aquella débil carretera de Salt Lake City por la que estallaron los primeros fotogramas. Arrojaba folios, papeles en blanco rebosantes de sabiduría sobre el desértico terreno (arrojaba revelaciones ambiguas sobre un psique incompleto). Conjugaba bruscamente imágenes y ruidos, me agitaba, hablándome en un idioma maravilloso que no quería entender, susurrándome evidencias que debían ser gritadas. A través de la remota carretera fue mostrándonos un largo viaje evolutivo, universal, eterno… Interconectaba conceptos prehistóricos como dinosaurios, fósiles, o mapas primigenios del lago Salado que ansía volver a ser mar, con herméticos conceptos de maquinaria y paredes industriales de 1970, lo que plasma la fría y cruda contradicción entre el hombre y sus raíces. Fue a continuación cuando sentí el vértigo y la depresión de la correa del reloj cuando empecé a oír ese tic-tac oscuro e intrigante, en ocasiones ralentizado, que me envolvía en un trance esférico. Disparó entonces imágenes del lago, del agua, que se convertiría en su lienzo. Un lienzo natural, vivo, atávico, real, sangrante como la especie humana, sangrante como la profundidad de un lago. Era como la disección de un corazón inmenso… que se había cansado de funcionar, que estaba estancado en su propio latir. Así, la naturaleza empezó a sucumbir ante el siglo XX… El camión, la máquina, a modo de feroz autómata se adentró sin remordimientos en el ventrículo del lago. Fue una lucha violenta… peleaban el silencio del agua contra el estruendo del motor, la liquidez del agua contra la solidez de las enormes piedras, la inmensidad de los puntos cardinales contra la finitud del objetivo video-gráfico… Disfrutando mi angustia, una enorme mosca motorizada empezó a revolotear encima de la metafórica trifulca, atraída por el hedor orgánico del sentimiento creador. Creí que enloquecía cuando la mosca-helicóptero fue mostrando el proceso de la obra…
Mi paranoia me trasladó al siglo tercero de nuestra era y pensé estar observando la construcción de las mismísimas Líneas de Nazca. Mientras la avioneta galopaba entre las nubes, me sumergí en la imagen y ya no me encontraba en Utah, sino en algún lugar de Perú, y tenía el secreto de la enigmática construcción de las líneas que quiebran las cabezas de tantos y tantos investigadores. Esa sensación se esfumó vomitivamente cuando el teléfono móvil vibró “cariñosamente” en mi pierna derecha de hombre del siglo veintiuno… De vuelta en Utah, y con la sensación de escuchar una obra experimental de John Cage, ¡pude ver al propio Robert Smithson recorriendo su obra! Tiré el despertador contra la pared cerebral y quedó hecho añicos. Olvidado y sin manecillas quedé pálido: estaba recorriendo poco a poco su obra, ¡vaya!, era algo puro, inédito. No recuerdo cuánto se prolongó su especial camino, pero quedé aún más absorto (pseudo-oligofrénico) cuando llegó al límite de la espiral… se quedó quieto, hierático… sin más, contemplando su inutilidad e insignificancia. El nacimiento y la muerte del arte equidistantes al creador.
Pensé y pensé, congelado. Lloré estalactitas. Me imaginé trepando por enormes escaleras que se hacían cada vez más empinadas. Yo subía sin motivo por aquellos escalones rebosantes de conocimiento. El priapismo arquitectónico crecía velozmente a la par que iba limando sus apéndices. Me encontraba entonces elevándome por una enorme columna desde la cual ya podía arañar el cielo. El sendero vertical fue estrechándose cada vez más hasta que al final caí al vacio, muriendo, volviendo sobre mis propios pasos como Robert Smithson volvió sobre su espiral.
Esa columna, esa espiral, para mi define la inutilidad y el carácter retorcido del posmodernismo. La recta infinita que es manipulada por el hombre y retorcida hasta convertirla en espiral. La espiral ansía volver a ser recta. El lago que sueña volver a ser mar. En ese momento, próximo al final del film, mi mundo interno quedó cerrado bajo llave entre las cuerdas vocales y simplemente guarde silencio… la inmensidad de la obra me hizo percibirme aún más pequeño, un garabato humano devorado por la ansiedad. Lo último que recuerdo antes de desmallarme entre dos pliegues cerebrales exhaustos, es la ira que gritó el sol, escupiendo sus rayos sobre el agua manchada de tierra, deslumbrando así a la cámara. Recuerdo también ver la imagen girar y fundirme con ella… girar, girar, girar con el mundo, como el mundo, girar, girar como la espiral, girar, norte, sur, este, oeste… girar, girar, girar…

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