El Cine como forma expresiva y estética

lunes, 25 de abril de 2011

PEPPERMINT FRAPPE (Carlos Saura, 1969)


Por Javier Mateo Hidalgo

Vengo, agotado de un día completo de trabajo en la facultad, con un deseo en la cabeza; he esperado trece horas para esto: elijo una película para ver en el tiempo de esparcimiento que me queda, entre la llegada de la noche y el contacto con la sábana. Cuando ha concluido el último minuto de metraje, siento una sensación de envenenamiento. El poco frescor de lucidez que quedaba en este aspirante a dormilón parece haberse corroído con la experiencia audiovisual que acaba de experimentar. Siento estar en otra dimensión en estos momentos. Tal eran los síntomas previos a este padecimiento, que tuve que empezar a escribir ciertas ideas desordenadas sobre la película sin haberla terminado de ver. ¿Hay crítico que haga esto? Yo no me considero tal, pues no concibo mis textos como la conclusión final de un ejercicio de estilo para el colegio. Ahora veo a Dalí en su refresco de Peppermint, veo a Saura con Geraldine y López Vázquez y a Buñuel con los tambores de Calanda. La hija de Chaplin no es que interprete papeles de mujer fría, si no que es incapaz de evitar esta interpretación indeseada; no es por ahí por donde van los tiros de su trayectoria. Tiene una academia de padre y tenía una pareja con un estudio donde jugar. Buñuel vuelve a mí cuando López Vázquez habla de su infancia, de cómo espiaba a las señoras en los baños de una casa de salud y de cómo eran castigados al ser descubiertos. “Había alguien más que nos espiaba por la cerradura”. Las tres visiones de los tres cuerpos sigue resultándome una excepcional teoría. Lo de las casetas de playa de “El último suspiro” es bueno en lo del alfiler contra los voyeurs, en esa cerradura agresiva. López Vázquez no puede ser ese Fernando Rey de Viridiana. Los dos son igual de torpes, a los dos les tememos previamente (sabemos lo que pretenden escenas antes de que traten de conseguir a la muchacha joven y bella). Se dejan en ridículo ellos solos, la mujer les torea. Los tres lobos no permitieron a Geraldine- convertida en Ana para esta otra película -jugar así con los hombres. ¿Alegato a la mujer moderna o venganza por chanza hacia el hombre? Objeto de deseo, que se presenta casi sonámbula, descendiendo escaleras en camisón o sonámbula mientras arroja al fuego los elementos de la Pasión de Cristo.


Poner a Geraldine Chaplin en Calanda es casi una obra de autor, pero lo es más si Antonio Saura la retrata en Cuenca.
El Museo de Arte Abstracto Español de Juan March, ubicado cuidadosamente sobre la casa colgante más famosa, aquella de las balconadas de madera. Un lugar idílico para ese jurado extranjero que selecciona una película para su Festival. 
En una película de estas características resulta artístico hasta servir una copa de aperitivo.
En una película de estas características, las casas que fueron y siguen siendo decadentes, existen por el protagonista, que las revisa con su propio arruinamiento interior. Su vida está vacía, a punto de ser expropiada, y entonces encuentra un motivo que puede pintársela sin arreglarla realmente. Una solución previa antes de que el armazón se hunda por completo, como le sucede al músico de Muerte en Venecia, que cree aliñarse de juventud con un maquillaje grotesco.
Quizá suenen también los ecos infantiles del recuerdo, allí donde todo comienza. También es un pueblo castellano, como el de la Prima Angélica.
Pueden ser también las rencillas y viejos rencores soterrados los que generen finalmente una violencia, una brutalidad inteligente- un paso más allá de los animales dado por el hombre- como en el caso de “La Caza”. El imaginario personal de Saura va germinando, gracias a la oportunidad que le brinda cada vez su amigo Querejeta.
Dedicar a Buñuel una cinta es un lujo si te lo puedes permitir.


Hacer un guiño a Hitchcock con la obsesión por la mujer idéntica como en “Vértigo” y llevarte el premio del Festival de Berlín es otro logro. Un trato justo: Hitchcock admira a Buñuel y Saura admira a los dos por igual. James Stewart y López Vázquez visten a sus “féminas”, como si de muñecas se tratara, como ellos desearían que fueran para desearlas. No aman a una mujer, sino a una imagen ficticia de ella; fetichizan, buscando algo que está en su imaginación, como la concepción de la “mujer fatal”. Y ese falso doble, ese desengaño descubierto tarde o temprano por parte de ese soñador que despierta, solo puede ser arrojado al fuego, como hace Archibaldo de la Cruz en el film de Buñuel “Ensayo de un crimen”.
Por esto mismo, considero como imagen icónica no ya el campanario,  donde digamos que se encuentra el punto álgido del tormento masculino, sino más bien en ese primer encuentro con la inspiración de sus sueños. En el filme de Hitchcock, acontece en un restaurante en el que la atmósfera de falsa intimidad torna a la aparición femenina de un halo casi mágico. En el relato que dio lugar al filme, sucede en un taxi (un ambiente mucho menos acertado para la conjuración de un fantasma vivo). Él no sabe lo que se va a encontrar, aunque espera el acontecimiento en sí. Al conocer a Madeleine, su vida comienza a cambiar por completo.
Así sucede también con Pablo respecto a Elena, la cual no es un fantasma pero resulta igual de inalcanzable que si lo fuera. Hay, por tanto, que fabricar aquello existente de nuevo.
La música de la escena de amor de Herrmann se sustituye por los tambores de una Semana Santa aragonesa, en la que se hacen sonar por manos que los hacen estremecerse, hasta llegar al despellejamiento, a la sangre roja y luego negra, de duelo.
Volvemos al enamoramiento, en cualquiera de los casos, de ese eterno hombre solo (y niño) que se ha cansado de jugar a la libertad. Quizá haya también algo de ese Kokoschka que, cansado de la humanidad, desgastado por la Guerra y por Alma Mahler, acabó construyéndose a esa persona perfecta (casualmente, con forma de mujer) en forma de muñeca, a la que hablar pudiendo estar de acuerdo en todo con ella. 


Ya he escrito acerca de la mujer-objeto en otras ocasiones, de modo que puedo permitirme saltar este punto sin que la gente conciba en mí a una persona retrógrada, machista, o algo feo que termine en “ista” igualmente. Yo me limito a decir lo que veo, lo que me ponen delante (quizá para pervertirme). Es lo mismo que los directores sean causantes de todo lo que por un ojo feo ve el espectador. Incluso podríamos echarle la culpa a Rafael Azcona y a Angelino Fons, si fuese menester. Ellos escriben construyendo el ojo de Saura y, finalmente él hace carne lo que todos imaginan.
Sigo pensando de la misma forma que siempre: cada uno tenemos nuestra moral y sabremos afrontar la misma situación de formas distintas, resulta imposible una conclusión general a la salida del cine.
Por cierto, terminé de verla.
Rescatado de un escrito de otro tiempo, cuando era idealista

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