El Cine como forma expresiva y estética

miércoles, 27 de marzo de 2013

“EL GATOPARDO” O EL VALS DEL ADIÓS

Por Javier Mateo


Año 1860. En Italia se respiran vientos de cambio. A la lucha del país por conseguir su unificación se une el movimiento de lucha social liderado por Garibaldi. La bandera de la República Italiana se encuentra perfilándose.
Con este paisaje de fondo, el Antiguo Régimen observa cómo un poder ejercido durante siglos se viene abajo. Esta nueva era no supone solamente el fin de su soberanía, sino que además simboliza la caída de unos valores, de una cultura… en fin, de un modo de ver las cosas. Una etapa se cierra ante otra nueva que todavía está conformándose.
Giuseppe Tomasi di Lampedusa,  hijo de príncipes italianos, escribió la que sería su única novela entre 1954 y 1957. El autor llevó una vida como noble (tenía los títulos de “príncipe de Lampedusa” y  “duque de Palma di Montechiaro”) que debió inspirarle a la hora de describir a los personajes protagonistas de su obra. Lampedusa se reconocía como hombre solitario, más acostumbrado a vivir entre las cosas que entre las personas. Su reclusión le llevó a la lectura y al estudio, cultivando su pasión por la literatura. “El gatopardo” vió la luz póstumamente, en 1958. Llegó a manos de Giorgio Basanni, quien la publicó en la editorial Feltrinelli. Un año después recibió el Premio Strega, máximo galardón de la literatura italiana, llegando a publicarse hasta cincuenta ediciones y convirtiéndose en un auténtico best-seller. 

Giuseppe Tomasi di Lampedusa

En 1963, Luchino Visconti decidió llevar “El gatopardo al cine”. A diferencia de Lampedusa, la filosofía del cineasta fue en todo momento la de relacionarse con la gente para conocer sus inquietudes y reflejarlas en el celuloide. Él decía sentir la necesidad de “contar historias de hombres llenos de vida, de hombres que viven entre las cosas y no de las cosas por sí mismas”. De hecho, sus inicios en el neorralismo le granjearon críticas tanto en la etapa de Mussolini como en la otra posterior, democrática. Visconti compartía con Lampedusa sus orígenes nobles y su bagaje cultural (inevitablemente una cosa llevaba a la otra). Además, se había formado en el teatro, y esto le ayudó en gran parte a concebir las puestas en escena tan grandilocuentes de sus films más conocidos. Se llegó a decir que sus montajes teatrales (en buena parte operísticos) eran muy cinematográficos y que sus películas resultaban muy teatrales. El director afirmaba que no debían de desaprovecharse los conocimientos adquiridos en los diferentes campos; es más, que debían de aprovecharse para beneficio de las obras realizadas. Muchos criticaron su distanciamiento del cine de reivindicación social a partir de los años cincuenta, dedicándose a realizar filmes de grandes presupuestos y con una clara mirada hacia el pasado. No obstante, la mirada viscontiana perduró, aunque más centrada en esa mirada hacia la vieja nobleza europea. Ciertamente, su cine se había refinado, buscando grandes adaptaciones de clásicos de la literatura (de Thomas Mann realizó “Muerte en Venenecia” y trató de adaptar “La montaña mágica”, con Proust trabajó sobre “En busca del tiempo perdido”, de D´Annunzio escogió “El inocente”, de Dostoievski “Noches Blancas”…). Con otras películas como “El extranjero”, inspirada en la novela de Camus, retomó la problemática de sus primeras cintas como “Obsesión” (la cual es considerada como la mejor adaptación de “El cartero siempre llama dos veces”).


Luchino Visconti con Claudia Cardinale y Alain Delon durante un momento del rodaje
Para “El gatopardo”, Visconti se valió de la Twenty-Century Fox para llevar a cabo una producción italo-francesa. A pesar de que él había pensado en Laurence Olivier para el papel protagonista, fue Burt Lancaster quien finalmente acabaría interpretándolo. Gracias a esta película, el americano demostró su valía para interpretaciones alejadas de aquellas en las que sus capacidades físicas resultaban primordiales. Dejó de ser un actor para películas de saltimbanquis, cowboys o gángsters y convenció a la crítica en su pape de aristócrata italiano.
El reparto lo completaban figuras como Claudia Cardinale o Alain Delon. El film fue elegido como mejor película del año en el Festival de Cannes y llegó a  presentarse como una superproducción similar a “Lo que el viento se llevó”. En cierto sentido, las dos películas comparten cosas en común.
En “El gatopardo”, el príncipe de Salina Fabrizio Corbera y su familia ven amenazados su imperio en Sicilia. El movimiento impulsado por Garibaldi va cobrando fuerza y llega hasta la isla donde tienen su residencia. Ellos saben que no pueden evitar su fin, que éste llegará tarde o temprano. Lo único que pueden hacer es prolongarlo por un tiempo más, y para ello no dudan en aliarse con el “enemigo”. El propio sobrino, Tancredi Falconeri (interpretado por Delon), no duda en ir a luchar a las calles aunque después reniegue de los garibaldinos. Por otra parte, la clase media lucha por lograr los privilegios de aquella clase alta que pretenden derrocar.  En palabras del propio príncipe: “He hecho importantes descubrimientos políticos. ¿Sabéis lo que sucede en nuestro país? Nada en absoluto. Solo una inevitable sustitución de clases. La clase media no quiere destruirnos, solo desea ocupar nuestra posición de una manera suave, metiéndonos en los bolsillos unos millares de ducados. Y después dejarlo todo igual.” 


El famoso baile de "El gatopardo"

De ahí la famosa frase de la novela, repetida en la película: “Es preciso que todo cambie, para que todo quede como está”. La revolución de Garibaldi termina malográndose, pero a pesar de esto los burócratas hacen todo lo que está en su mano para continuar cambiando, a su modo, las cosas. La aristocracia se extingue para dar lugar a burgueses como Calogero Sedàra, el nuevo alcalde de Donnafugata, lugar adonde se traslada la familia Corbera huyendo de la invasión garibaldiana. Sedàra tiene una hija, Angélica (interpretada por Cardinale), de la cual acaba enamorándose Falconeri. Esto irrita todavía más a su tío, ya que su sobrino pensaba casarse con una de sus hijas. A pesar de todo, Fabrizio siente una gran estima por Tancredi, quizá porque éste le recuerda a sí mismo. Los dos saben que hay que ser buen amigo de todo el mundo para prosperar o simplemente mantenerse. Tener buenas relaciones con la religión y con la revolución al mismo tiempo. Contraer matrimonios que aseguren una buena dote y mantenerlos aunque puedan permitirse ciertos escarceos. El sacerdote que acompaña a la familia y que es cómplice de todas estas cosas, describe a su señor aludiendo a la aristocracia en general en estos términos: “No son fáciles de entender. Ellos viven siempre en un mundo aparte que no ha sido creado directamente por Dios sino por ellos mismos. Durante siglos y siglos de experiencias profundas, de alegrías, de afanes personales. Ellos se alteran por cosas que a vosotros y a mí nos importan un comino y que para ellos son vitales. No quiero decir con esto que los señores sean malos. Al contrario. Son diferentes. Ellos desprecian ciertas cosas que para nosotros son muy importantes y sienten miedo por otras que nosotros desconocemos. El príncipe Salina, por ejemplo. Para él sería un drama tener que renunciar al veraneo en Donnafugata, pero si alguien le pregunta lo que piensa de la revolución, dirá que no hay tal revolución y que todo seguirá como estaba”.   
Fabrizio representa, por ser uno de los últimos supervivientes de su estirpe, no solo un hombre, sino una mirada de varios siglos. Él es consciente de que este mundo en el que le va a tocar vivir ya no le pertenece y, por lo tanto, no puede sentirse identificado con él. Cuando un funcionario piamontés acude a su residencia con el fin de integrarlo en la nueva sociedad política con un puesto honorífico, el príncipe deniega la oferta justificándose con su lúcida visión personal: “Los sicilianos no harán nada por superarse porque se creen perfectos. Su vanidad es más poderosa que su miseria”. Aludiendo al león de su escudo familiar, aquel que da título a la novela, concluye con estas palabras: “Fuimos los gatos salvajes, los leones; los que nos sustituyan serán chacales, alimañas, y todos juntos, alimañas, chacales, leones, y gatos salvajes continuaremos creyéndonos la sal de la tierra”.


Burt Lancaster ante un cuadro bien significativo
El pesimismo del que hace gala y que aparentemente parece propio de quien vive en un mundo totalmente diferente y anacrónico, posee una fuerte carga de realismo que lo sitúa casi como don profético. Lampedusa, que se inspiró para el personaje en su bisabuelo Giulio IV di Lampedusa, al haber vivido hasta la mitad del siglo veinte, jugaba con ventaja a la hora de conformar este pensamiento visionario. La Italia de los cincuenta sería tal y como Fabrizio pronosticó. Él, cuyo patrimonio podía verse representado en todo aquel mobiliario abandonado en el palacio por el que juguetean Tancredi y Angélica: cuadros ennegrecidos de antepasados familiares, muebles carcomidos y cubiertos de polvo, libros históricos apilados en las esquinas… Todo aquello oculto en estancias deshabitadas, podía verse representado en aquellas otras cosas que, a pesar de no estar cubiertas de telarañas aparentemente, se veían abocadas a su desaparición: Las veladas con cenas y bailes pomposos multitudinarios, por ejemplo. El príncipe y su familia asisten a uno de estos actos, y en él Fabrizio es consciente de que tal vez ésta sea su última velada. Escapando del tumulto, llega hasta una biblioteca en la que cuelga un cuadro que representa la muerte del patriarca con toda su familia alrededor llorando su inevitable final. “Me pregunto si será así mi muerte. La ropa blanca menos impecable. Las sábanas de los que agonizan están siempre tan sucias… Y es de esperar que Carolina, Concetta y las demás muchachas irán vestidas de un modo más decente. Pero creo que, en conjunto, será igual”.
“El gatopardo” es un fresco decimonónico que se ha ganado a pulso pasar a la Historia del Cine. Su dirección sustentado en un sólido guión, su fotografía, su puesta en escena, su escenografía y vestuario… Y la música, del inmortal Nino Rota, que supo poner en práctica su teoría musical de que para componer hay que mirar siempre al pasado.
Aquí en España, “El gatopardo” tuvo una versión ibicenca: “Bearn o la sala de las muñecas” de Llorenç Villalonga, publicada en 1956 y adaptada magistralmente al cine por Jaime Chavarri en 1983.

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