El Cine como forma expresiva y estética

martes, 12 de marzo de 2013

"LA COMEDIA DE LA VIDA": DE BRECHT Y WEILL A PABST


Por Javier Mateo






En 1879, vio la luz “Woyzeck”, una obra teatral escrita cuarenta y dos años antes por Georg Büchner. El autor falleció a causa del tifus con veinticuatro años, dejando su pieza inacabada. Curiosamente, la familia decidió destruir gran parte de lo que él escribió porque pensaban que sus propios trabajos podían desprestigiar su memoria. Büchner, de ideas absolutamente revolucionarias, seguramente era consciente de que lo que se encontraba tramando iba a causar un gran impacto social si alguna vez veía la luz. “Woyzeck” se adelantó a su tiempo, proponiendo una modernidad teatral que podía relacionarse con lo que después se conocería como teatro expresionista e, incluso, del absurdo. Sus personajes, influidos por los antecedentes de la revolución francesa y el romanticismo, hablaban no de una clase social concreta y privilegiada, sino de un concepto más universal de “persona”. Büchner se preocupó por reflejar la situación de una clase desfavorecida y despreciada y, si retrató a una clase privilegiada, fue para dejarla por los suelos. Además, introduce la psicología del protagonista de su obra (el cuál padece de esquizofrenia) para impregnar con ella toda la historia. Él es el motor que da sentido a todo. Él, un “antihéroe”. Las diferentes puestas en escenas que se han llevado a cabo sobre esta pieza, han tratado siempre de reflejar la psicología del personaje de Woyzeck, pudiendo definirse como oscuras y mugrientas.
Esta visión estética y literaria influyó de forma decisiva en aquellos autores que pretendían renovar la vieja idea de “teatro”, tan influida por un texto pesado que se comía el resto de elementos de la escena. Con las vanguardias del siglo veinte, trató de sacarse el máximo provecho al cuerpo del actor, despojándolo así de las vestiduras que encorsetaban su interpretación. Un teatro de la gestualidad, influido evidentemente por la atmósfera que le rodeaba, esto es, por la escenografía. Movimientos como la “Bauhaus” o el constructivismo ruso, con autores como Meyerhold, supieron darle una vuelta de tuerca al asunto.
En los años veinte, un compositor alemán de repertorio clásico llamado Kurt Weill quedó fascinado con los textos de un poeta y dramaturgo llamado Bertolt Brecht. Por aquel entonces, Weill estaba tratando de desviar el rumbo musical que hasta entonces le había caracterizado para probar a hacer unas obras más cercanas al público general. No quería recluir su repertorio a aquellos auditorios a los que siempre acudía el mismo tipo de gente. Deseaba ampliar el abanico de su público, llegar allí donde antes le habría resultado imposible. Por ello, se puso en contacto con Brecht y, juntos, comenzaron a trabajar en la concepción de obras teatrales con contenido musical. El teatro de Brecht era un teatro político. El autor buscaba remover al espectador en su butaca con sus propuestas. Los personajes, a su vez, buscaban distanciarse del público (que éste no sintiese empatía hacia ellos). Lo que importaba era aquello que ellos proponían, las historias que contaban. Pero no solo se trataba de romper la verosimilitud de la ficción de esta forma: constantemente se introducían elementos que hacían salirse al espectador de la representación, dando lugar a que cualquier sentimiento provocado por la dramaturgia desapareciera: las voces de los personajes resultaban forzadas, excesivamente sobreactuadas. La música había dejado de ser “seria” para convertir a la orquesta en una banda de music-hall o de cabaret (incluyendo, a su vez, al organillo como elemento eminentemente popular). No nos olvidemos del contexto histórico: los “locos años veinte” habían conseguido exportarse de Estados Unidos, llegando a lugares como Berlín. La fiebre de la diversión, de la despreocupación, en suma, de la frivolidad, había calado en las costumbres sociales. Gran parte de Occidente se había convertido en una fiesta.


Las obras de Weill y Brecht acabaron convirtiéndose en auténticos éxitos. De entre todas ellas, “Die Dreigroschenoper” (traducida de diferentes modos dependiendo del tipo de moneda del lugar en el que nos encontremos, por ejemplo, “La ópera de los cuatro cuartos”, de los “tres centavos” o “de los tres peniques”) fue la que más éxito alcanzó. Los personajes que la poblaban pertenecían a aquellos barrios bajos que siempre existieron aunque trataran de ocultarse por parte de las autoridades: criminales y prostitutas aparecen contando terribles historias a un público cada vez más democratizado. La letra de estas canciones era todo menos insustancial: el contenido de indiscutible carga social golpeaba como un puño a quien lo escuchaba. No obstante, la causa de que estas canciones se popularizaran se encontraba, no tanto en el texto, como en la música. Y esto es trabajo de Weill.


Brecht fue un gran adaptador, y algunos llegaron a decir incluso que “robaba con mucho estilo”. “Die Dreigroschenoper” parte de la ópera de baladas del siglo XVIII inglés “La ópera del mendigo” de John Gay. La adaptación pudo llevarse a cabo gracias a la novia y secretaria de Brecht, Elisabeth Hauptmann, la cual debido a su conocimiento de la lengua inglesa, pudo traducir la obra al alemán. Brecht, cuyas obras se habrían visto muy influidas por el ambiente pesimista de posguerra, encontró en esta cínica ópera inglesa una buena oportunidad de contar su visión del mundo actual. Lo primero que hizo fue renovar la crítica original de la obra: dicha crítica, iba dirigida a la aristocracia, ya que por entonces no existía la burguesía. Brecht, por tanto, se dirige a esta clase social. Además, modifica personajes e introduce nuevas canciones.
“Die Dreigroschenoper” acabó jugando en contra de un Brecht cada vez más comunista. Muchas de las críticas hablaban de que su obra había dejado de ser un instrumento de reivindicación política para convertirse en un gran espectáculo de masas. Ante esto, Brecht reescribió la obra tratando de hacer más claro su mensaje.
Georg Wilhelm Pabst estuvo en una de las primeras representaciones de la obra y encontró en ella posibilidades de adaptación cinematográfica. Había ido ese día al teatro con quien después sería el productor de su película, al cual debió convencer desde el minuto uno para llevar a cabo su empresa.
Ya en los años treinta, comenzó a prepararse la materialización del proyecto: Brecht se encargaría de escribir el guión y Weill opinaría acerca de la adaptación musical. Pronto surgieron los primeros problemas: Brecht llevó a juicio a los responsables de la película porque pensaba que la obra no se ajustaba al libreto de su ópera. El veredicto le negó la razón. Brecht no entendió que lo que la película quería adaptar era la versión teatral primera, aquella que todavía no había sido revisada por la nueva visión revolucionaria que su autor ahora tenía.


Por otra parte, el filme resultó un fracaso de taquilla, y esto puede deberse a dos razones: la primera, que la adaptación no era fiel a la obra teatral. La segunda, que la época en la que se realizó ya no era la de los locos años veinte, sino la de la gran depresión alemana: mucha gente se había quedado sin trabajo y el partido nacional socialista se encontraba cada vez ganando más fuerza en el terreno político.
En cuanto a la adaptación, hay que decir en su favor que toda película que quiera ser fiel reflejo de una obra literaria fracasará en su intento. La mirada cinematográfica debe de resultar una mirada nueva, una obra aparte respecto de aquella en la que se inspira. Pabst sabía traducir la literatura a imágenes, de hecho se había curtido en este aspecto durante su etapa muda. El cine “expresaba” con sus medios, aportaba nuevas herramientas para la comprensión del espectador. “La comedia de la vida” (título que se dio en España a su “Die Dreigroschenoper”) es un gran acierto de adaptación. A pesar de que el cincuenta por ciento de la música original no aparece y la otra restante se emplea de forma un tanto extraña, la propia mujer de Weill, Lotte Lenya (la cual había cantado las canciones de su marido en las distintas representaciones teatrales y, en este film, interpretó un papel en la película) se deshizo en elogios hacia ella, exponiendo como uno de los argumentos de mayor peso que se había considerado una de las diez mejores películas del año.
En cuanto al guión, podría decirse que se repartió entre tres textos: el original de la obra teatral, el guión oficial adaptado y aquel otro propuesto por Brecht. Durante el rodaje, se eliminaron y propusieron cosas nuevas, por lo que la obra estuvo viva hasta el final, no dándose por cerrada en ningún momento y mostrándose abierta a cualquier modificación.
Una de las cosas más curiosas del tratamiento es que dichos personajes de extracción baja (concretamente el de Mackie Navaja) abandonan su posición original para subir en el escalafón social. Esto permite que el espectador no los vea como unos seres inhumanos, capaces de cualquier cosa, y se identifique con ellos. De alguna forma, ellos, que están en la sombra, son los que controlan lo que sucede hasta en las más altas instancias. Mackie, por ejemplo, es el jefe de los rateros y mantiene una amistad inquebrantable con el jefe de la policía, Tiger Brown. Peachum, el “rey de los mendigos”, consigue que todos los pobres de Londres trabajen para él: a cambio de unas monedas, les suministra una apariencia con la que inspirar compasión a los transeúntes a los que piden “la voluntad”. El final de la obra, en la que los personajes deciden aliarse para “robar legalmente” comprando un banco donde trabajar, resulta un mensaje político bien claro. A Brecht se le achacó también su desconocimiento de la clase proletaria, tan afincado como vivía en un ambiente bohemio. Su fuerte personalidad, digna de los genios pero también de los egocéntricos, provocó que mucha de la gente con la que trabajó acabara enemistándose con él. El propio Weill acabó rompiendo su relación laboral con él, ya que la personal resultaba insostenible.  
La película, además, mantiene su compromiso con la estética expresionista germana que la obra de Brecht ya poseía. En ella encontramos reminiscencias pictóricas de Kirchner, Dix o Groze. Los personajes son herederos de esa mirada que sería denominada por los nazis como “degenerada”. Al llegar al poder, Hitler prohibió la película, así como las obras de Brecht (a pesar de que se sabe que uno de los regalos que se le hizo al führer fue precisamente esta película de Pabst, además de otras entre las que había algunas de Lang- se conoce incluso que el propio Hitler, que también prohibió la música de Mahler, tenía entre los discos de su colección muchas obras de este compositor).


“La comedia de la vida” pudo volver a verse en Alemania en los años cincuenta. En esta misma época, la ópera de Brecht y Weill había causado furor en Estados Unidos, a pesar de que los autores de la misma habían desconfiado de que ésta se entendiese fuera de Alemania. Aquí en España, mucho tiempo después, Brecht fue reconocido gracias a Fernando Fernán Gómez, que era un gran admirador del alemán. Sus canciones fueron interpretadas por la mismísima Massiel.
En los años noventa, Woody Allen realizó “Sombras y niebla”, una película que trataba de recrear la atmósfera del cine expresionista, y en la que utilizó como banda sonora la música de “Die Dreigroschenoper”. 
En la actualidad, Ute Lemper ha logrado, resucitando de sus cenizas a cantantes como Marlene Dietrich, redescubrir la música desenfadada de esta época.
Quizá en el momento en el que nos está tocando vivir, el mensaje de Brecht tenga más vigencia que nunca. No tanto en sus planteamientos concretos, que son hijos de su tiempo, como en su esencia. En su mirada crítica y demoledora hacia un sistema que siempre parece agonizar, aunque nunca termine de recibir la estocada final.

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